Era un país
      de selva y amargura; un país con altísimos abetos, con abetos
      altísimos, en donde ponía quejas
      el temblor del viento. Tal vez era
      la tierra cimeriana donde estaba
      la boca del infierno, o la isla que
      el grado ochenta y siete de latitud
      austral, marca el lindero de la
      líquida mar; sobre las aguas se levantaba
      un promontorio negro, como el
      cuello de un lúgubre caballo, de un potro
      colosal, que hubiera muerto en su última
      postura de combate, con una
      hinchada nariz humeando al viento.  El orto
      formidable de una noche con intenso
      borrón manchaba el cielo, y sobre el
      fondo de carbón flotaba la alta
      silueta del peñasco negro. Una luna
      ruinosa se perdía con su
      amarilla cara de esqueleto en distancias
      de ensueño y de problema; y había un
      mar, pero era un mar eterno, dormido en un
      silencio sofocante como un
      fanático animal enfermo. Sobre el filo
      más alto de la roca, ladrando al
      hosco mar estaba un perro.
Sus colmillos
      brillaban en la noche pero sus ojos
      no, porque era ciego. Su boca
      abierta relumbraba, roja como el
      vientre caldeado de un brasero; como la gran
      bandera de venganza que corona
      las iras de mis sueños; como el
      hierro de un hacha de verdugo abrevada en
      la sangre de los cuellos. Y en aquella
      honda boca aullaba el hombre, como el
      sonido fúnebre en el hueco de las
      tristes campanas de noviembre. Vi que mi
      alma con sus
      brazos yertos y en su
      frente una luz, hipnotizada subía hacia
      la boca de aquel perro, y que en sus
      manos y sus pies sangraban como rosas de
      luz, cuatro agujeros; y que en la
      hambrienta boca se perdía, y que el
      monstruo sintió en sus ojos secos encenderse
      dos llamas, como lívidos incendios de
      alcohol sobre los miedos.
Entonces
      comprendí (¡Santa Miseria!) el misterioso
      amor de los pequeños y odié la
      dicha de las nobles sedas, y los
      prosapios con raíz de hierro; y hallé en
      el lodo gérmenes de lirios, y puse la
      amargura de mis besos sobre bocas
      purpúreas, que eran llagas; y en las
      prostituciones de tu lecho vi esparcidas
      semillas de azucena, y aprendí a
      aborrecer como los siervos; y mis ojos
      miraron en la sombra una cruz
      nueva, con sus clavos nuevos, que era una
      cruz sin víctima, elevada sobre el
      oriente de un incendio, aquella cruz
      sin víctima ofrecida como un lecho
      nupcial.  ¡ Y yo era un perro!
Leopoldo Lugones 
NOTA: Se denomina metempsicosis a la doctrina religiosa y filosófica de varias escuelas 
orientales, y renovada por otras de Occidente, según la cual las almas 
transmigran después de la muerte a otros cuerpos más o menos perfectos, 
conforme a los merecimientos alcanzados en la existencia anterior. Este poema fue escrito hacia 1897 cuando Leopoldo Lugones tendría unos veinte años y acababa de leer "Los Cantos de Maldoror" del Conde de Lautréamont.

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