por André Bretón
El caso es que una noche, antes de caer dormido, percibí
netamente articulada hasta el punto de que resultaba imposible cambiar
ni una sola palabra, pero ajena al sonido de la voz, de cualquier voz,
una frase harto rara que llegaba hasta mí sin llevar en sí
el menor rastro de aquellos acontecimientos de que, según las revelaciones
de la conciencia, en aquel entonces me ocupaba, y la frase me pareció
muy insistente, era una frase que casi me atrevería a decir estaba
pegada al cristal. Grabé rápidamente la frase en mi conciencia,
y, cuando me disponía a pasar a otro asunto, el carácter
orgánico de la frase retuvo mi atención. Verdaderamente, la frase me había dejado
atónito; desgraciadamente no la he conservado en la memoria, era
algo así como «Hay un hombre a quien la ventana ha partido
por la mitad», pero no había manera de interpretarla erróneamente,
ya que iba acompañada de una débil representación
visual de un hombre que caminaba partido por la mitad del cuerpo aproximadamente
por una ventana perpendicular al eje de aquél.
Sin duda se trataba de la consecuencia del simple
acto de enderezar en el espacio la imagen de un hombre asomado a la ventana.
Pero debido a que la ventana había acompañado al desplazamiento
del hombre comprendí que me hallaba ante una imagen de un tipo muy
raro, y tuve rápidamente la idea de incorporarla al acervo de mi
material de construcciones poéticas.
No hubiera concedido tal importancia a esta frase
si no hubiera dado lugar a una sucesión casi ininterrumpida de frases
que me dejaron poco menos sorprendido que la primera, y, que me produjeron
un sentimiento de gratitud tan grande que el dominio que, hasta aquel instante,
había conseguido sobre mí mismo me pareció ilusorio,
y comencé a preocuparme únicamente de poner fin a la interminable
lucha que se desarrollaba en mi interior.
En aquel entonces, todavía estaba muy interesado
en Freud, y conocía sus métodos de examen que había
tenido ocasión de practicar con enfermos durante la guerra, por
lo que decidí obtener de mí mismo lo que se procura obtener
de aquéllos, es decir, un monólogo lo más rápido
posible, sobre el que el espíritu crítico del paciente no
formule juicio alguno, que, en consecuencia, quede libre de toda reticencia,
y que sea, en lo posible, equivalente a pensar en voz alta. Me pareció
entonces, y sigue pareciéndome ahora —la manera en que me llegó
la frase del hombre cortado en dos lo demuestra—, que la velocidad del
pensamiento no es superior a la de la palabra, y que no siempre gana a
la de la palabra, ni siquiera a la de la pluma en movimiento. Basándonos en esta premisa, Philippe Soupault,
a quien había comunicado las primeras conclusiones que había
llegado, y yo nos dedicamos a emborronar papel, con loable desprecio hacia
los resultados literarios que de tal actividad pudieran surgir. La
facilidad en la realización material de la tarea hizo todo lo demás.
Al término del primer día de trabajo,
pudimos leernos recíprocamente unas cincuenta páginas escritas
del modo antes dicho, y comenzamos a comparar los resultados. En conjunto,
lo escrito por Soupault y por mí tenia grandes analogías,
se advertían los mismos vicios de construcción y errores
de la misma naturaleza, pero, por otra parte, también había
en aquellas páginas la ilusión de una fecundidad extraordinaria,
mucha emoción, un considerable conjunto de imágenes de una
calidad que no hubiésemos sido capaces de conseguir, ni siquiera
una sola, escribiendo lentamente, unos rasgos de pintoresquismo especialísimo
y, aquí y allá, alguna frase de gran comicidad. Las únicas
diferencias que se advertían en nuestros textos me parecieron derivar
esencialmente de nuestros, respectivos temperamentos, el de Soupault menos
estático que el mío y, si se me permite una ligera crítica,
también derivaban de que Soupault cometió el error de colocar
en lo alto de algunas páginas, sin duda con ánimo de inducir
a error, ciertas palabras, a modo de titulo.
Por otra parte, y a fin de hacer plena justicia
a Soupault, debo decir que se negó con todas sus fuerzas, a efectuar
la menor modificación, la menor corrección, en los párrafos
que me parecieron mal pergeñados. Y en este punto llevaba razón.
Ello es así por cuanto resulta muy difícil apreciar en su
justo valor los diversos elementos presentes, e incluso podemos decir que
es imposible apreciarlos en la primer lectura. En apariencia, estos elementos
son para el sujeto que escribe, tan extraños como para cualquier
otra persona y el que lo e cribe recela de ellos, como es natural. Poéticamente
hablando, tales elementos destacan ante todo por su alto grado de absurdo inmediato y este absurdo, una vez examinado con
mayor detención, tiene la característica de conducir a cuanto
hay de admisible y legítimo en nuestro mundo, a la divulgación
de cierto número de propiedades, de hechos que, en resumen, no son
menos objetivos que otros muchos.
En homenaje a Guillermo Apollinaire quien había
muerto hacía poco, y quien en muchos casos nos parecía haber
obedecido a impulsos del género antes dicho, sin abandonar por ello
ciertos mediocres recursos literarios, Soupault y yo dimos el nombre de
SURREALISMO al nuevo modo de expresión que teníamos a nuestro
alcance y que deseábamos comunicar lo antes posible, para su propio
beneficio, a todos nuestros amigos. Creo que en nuestros días no
es preciso someter a nuevo examen esta denominación, y que la acepción
en que la empleamos ha prevalecido por lo, general, sobre la acepción
de Apollinaire. Con mayor justicia todavía, hubiéramos podido
apropiarnos del termino SUPERNATURALISMO empleado por Gérard de
Nerval en la dedicatoria de Muchachas de fuego. Efectivamente, parece que
Nerval conocía a maravilla el espíritu de nuestra doctrina
en tanto que Apollinaire conocía tan solo la letra todavía
imperfecta, del surrealismo y fue incapaz de dar de él una explicación
teórica duradera. Indica muy mala fe discutirnos el derecho a emplear
la palabra SURREALISMO, en el sentido particular que nosotros le damos,
ya que nadie puede dudar de que esta palabra no tuvo fortuna antes de que
nosotros nos sirviéramos de ella. Voy a definirla, de una vez para
siempre:
SURREALISMO: sustantivo masculino. Automatismo
psíquico puro por cuyo medio se intenta expresar, verbalmente, por
escrito o de cualquier otro modo, el funcionamiento real del pensamiento.
Es un dictado del pensamiento, sin la intervención reguladora de
la razón, ajeno a toda preocupación estética o moral.
Fragmento del Primer
Manifiesto del Surrealismo (1924) de André Bretón. En: Arturo Ramoneda, "Antología
de la Literatura Española del siglo XX"
, SGEL, Madrid, 1988