De regreso de un viaje aún permanece en mi mente el sello de mil perspectivas que representan otros tantos paisajes de la naturaleza, otros tantos cuadros pintorescos con todas sus gradaciones y contrastes de luz con el matiz sombrío. Veo aún el río majestuoso; el manso arroyo; las aguas encrespadas del Plata; las colinas verdes y caprichosas; los accidentes y quebradas del terreno; las grandes hondonadas de los campos; montes inmensos con sus follajes de colores múltiples; caseríos elevados sobre una cuchilla, envueltos poéticamente por árboles de gigantescas formas; extensiones vastas de tierras verdes pobladas por rebaños numerosos; grandes y pequeñas villas, colocadas en la márgen de los ríos; horizontes abiertos, abiertos por todos lados que hacen expandir el espíritu con la libertad del ave en el espacio, arrullando por las armonías ignotas que se sienten en los bosques; más allá oigo el estruendo del batallar continuo de los hombres producido por la gestación trabajosa de los elementos de la vida; el rumor de la actividad gigante de las grandes ciudades; los ruidos múltiples de establecimientos que con la industria y faena de los que aparecen a la vista como personajes siniestros, envueltos de continuo en un lago de sangre, transforman la vida de millares de organismos en grandes masas de materia inerte; el fragor de mil vehículos que cruzan rápidamente vastos campos llevando nuevas vidas a lejanas poblaciones y por último oigo aún el jadeante respiro del coloso de los mares que majestuoso se desliza por la superficie de las aguas.
Entre esa multitud de imágenes que reflejan la informe vida del planeta, guardo en mi imaginación el recuerdo de un cuadro soberbio, expléndidamente agreste, salvaje, en el que la naturaleza sola, única, reina, desplegando sus galas, sin indicio alguno de la obra humana. Es un hermoso panorama que se presenta al viajero allá lejos donde la tierra oriental termina poéticamente por una de sus partes, acariciada por las aguas del Uruguay. Es un punto al que se llega después de un pequeño descanso sobre un arenal cubierto de un espeso follaje, desde donde ya se adivinan o se presienten las impresiones que la vista del paisaje proporcionará al curioso touriste. Un claro del monte, presenta de pronto en toda su belleza aquel montón informe de peñascos y agua que se llama el Salto Grande.Grandiosa, palpitante, la obra de la naturaleza hace enmudecer al hombre, que subyugado contempla el panorama sin entender aquel lenguaje extraño, aquellos infinitos rumores producidos por los mil choques de las corrientes que se bifurcan continuamente por las grandes rocas y los gigantes de granito que eternamente se oponen allí al curso de las aguas. Hay toda una variedad de piedras, de moles inmensas que producen una multitud de pequeñas y grandes cascadas que a su vez se rompen en mil pequeñas corrientes deslizándose ya con suavidad ya con estrépito, según los accidentes de la senda que las leyes físicas le hayan proporcionado para llegar al cauce común.
Saltando de roca en roca y fabricando pequeños puentes aéreos, ayudándose con una u otra rama del escabroso y desigual terreno, balanceándose sobre el abismo, se recorre un espacio de aquella singular extensión que ya presenta el aspecto de un trozo de continente, como un tranquilo río o de una multitud de pequeñas islas. Hay cerca de lo que llamaríamos el punto céntrico, una elevación de no fácil acceso, de la que se dominan los alrededores de cuadro tan imponente como agreste. De un lado se ve a una inmensa isla, perennemente verde y las barrancas de la costa argentina, del otro una vegetación exhuberante, lujuriosa, rodeada por un sin número de toscas que brillas al ser rozadas por corrientes de aguas cristalinas que creciendo en un curso caen más tarde con toda la explosión de fuerzas gigantescas. La impetuosidad de las aguas que se desploman perennemente en millares de pequeños y grandes saltos sobre el irregular conjunto de enormes piedras, dan al panorama un aspecto extraño, que subyuga el espíritu, presentándole como una región salvaje, donde la planta humana trepida antes de atreverse a dominar en medio de tanta soledad y tantos abismos. Pensaba yo con mis amigos acompañantes que aquel era un cuadro digno de contemplarse por un pintor, un músico y un poeta.
Hallaría el primero una gradación verdosa de infinita variedad producida por una vegetación lujuriosa, entrelazada caprichosamente sobre los vacíos dejados por la separación de las rocas y una multitud de destellos producidos por cantidad de pequeñas cascadas que sugieren al espíritu, espléndidas combinaciones pictóricas; el segundo oiria todos esos misteriosos rumores que allí, en medio de una soledad solemne forman una música natural encontrando la escala entera en los movimientos del aire combinada con los millares de notras que se desprenden de todos aquellos instrumentos pulsado solo por los elementos naturales, y el último advinaría en esos sonidos, en esas vibraciones de las innumerables gotas de agua que semejan a un palacio de cristal, en esos rumores misteriosos y enigmáticos, el poema de la naturaleza en todo su esplendor. Después de una observación atenta y habernos proporcionado el placer de dejarnos acariciar por una de aquellas límpidas cacadas en baño espléndido e improvisado, nos retiramos de aquel bellísimo espectáculo recordando a uno de mis amigos que si Mendelssohn hubiera contemplado la obra que formas los peñascos del Uruguay habríamos dado otra página de música descriptiva como la célebre ouverture de La gruta de Fingal.
El cuadro que ligeramente he bosquejado es el que por lo agreste y por la ausencia de la obra del hombre, más profundamente me ha impresionado y que permanecerá indeleble en mi memoria envuelto en el recuerdo que conservaré del Salto con sus accidentes y quebradas del terreno: de los montes inmensos del Arapey; de Concordia con su monotonía espantosa y los reflejos caniculares de su superficie; de Paysandú con sus pintorescas llanuras; de Fray Bentos con su actividad saladeril; de Mercedes envuelta eternamente por las ondas del Río Negro y colocada poéticamente sobre su suave colina; de la siempre ruidosa Buenos Aires y de la tranquila Plata con sus palacios encantados. Pero lo que más guardaré en mi corazón es el recuerdo de aquellos días felices, que lejos del mundo donde se revuelven todas las aspiraciones, las esperanzas, los sueños ambiciosos, la vasta complejidad de sntimientos e ideas, dejé deslizar tranquilamente al lado de unos amigos que me proporcionaron con sus amabilidades exquisitas la expansión de que se goza en el seno de la propia familia.
Mayo, 1887.
De los "Recuerdos" de Luis Garabelli; Imprenta Montevideo Musical, Montevideo, 1887.
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