miércoles, 18 de noviembre de 2015

Metempsicosis




Era un país de selva y amargura; un país con altísimos abetos, con abetos altísimos, en donde ponía quejas el temblor del viento. Tal vez era la tierra cimeriana donde estaba la boca del infierno, o la isla que el grado ochenta y siete de latitud austral, marca el lindero de la líquida mar; sobre las aguas se levantaba un promontorio negro, como el cuello de un lúgubre caballo, de un potro colosal, que hubiera muerto en su última postura de combate, con una hinchada nariz humeando al viento.  El orto formidable de una noche con intenso borrón manchaba el cielo, y sobre el fondo de carbón flotaba la alta silueta del peñasco negro. Una luna ruinosa se perdía con su amarilla cara de esqueleto en distancias de ensueño y de problema; y había un mar, pero era un mar eterno, dormido en un silencio sofocante como un fanático animal enfermo. Sobre el filo más alto de la roca, ladrando al hosco mar estaba un perro.

Sus colmillos brillaban en la noche pero sus ojos no, porque era ciego. Su boca abierta relumbraba, roja como el vientre caldeado de un brasero; como la gran bandera de venganza que corona las iras de mis sueños; como el hierro de un hacha de verdugo abrevada en la sangre de los cuellos. Y en aquella honda boca aullaba el hombre, como el sonido fúnebre en el hueco de las tristes campanas de noviembre. Vi que mi alma con sus brazos yertos y en su frente una luz, hipnotizada subía hacia la boca de aquel perro, y que en sus manos y sus pies sangraban como rosas de luz, cuatro agujeros; y que en la hambrienta boca se perdía, y que el monstruo sintió en sus ojos secos encenderse dos llamas, como lívidos incendios de alcohol sobre los miedos.

Entonces comprendí (¡Santa Miseria!) el misterioso amor de los pequeños y odié la dicha de las nobles sedas, y los prosapios con raíz de hierro; y hallé en el lodo gérmenes de lirios, y puse la amargura de mis besos sobre bocas purpúreas, que eran llagas; y en las prostituciones de tu lecho vi esparcidas semillas de azucena, y aprendí a aborrecer como los siervos; y mis ojos miraron en la sombra una cruz nueva, con sus clavos nuevos, que era una cruz sin víctima, elevada sobre el oriente de un incendio, aquella cruz sin víctima ofrecida como un lecho nupcial.  ¡ Y yo era un perro!

Leopoldo Lugones 

NOTA: Se denomina metempsicosis a la doctrina religiosa y filosófica de varias escuelas orientales, y renovada por otras de Occidente, según la cual las almas transmigran después de la muerte a otros cuerpos más o menos perfectos, conforme a los merecimientos alcanzados en la existencia anterior. Este poema fue escrito hacia 1897 cuando Leopoldo Lugones tendría unos veinte años y acababa de leer "Los Cantos de Maldoror" del Conde de Lautréamont.