El sol próximo a ocultarse en el ocaso tiene el rojo color de la sangre: de cuando en cuando bocanadas de aire caliente vienen a combatir la frente del viajero que parado en la cubierta del buque contempla admirado el magnífico espectáculo. Algunas horas más tarde y el cuadro es más bello aún.
Por entre los montes de nubes que se agrupan en el cielo, penetra de cuando en cuando un rayo de luna que ilumina el mar. Los relámpagos se sucenden unos a otros con rapidez que asombra. A veces parece que una de esas culebras de fuego que rajan las nubes, se baja hasta besar la superficie de las aguas agitadas. El viento silba furiosamente en las cuerdas del buque, y hace que montañas de agua vengan a quebrarse contra la proa del soberbio bajel. Un estrecimiento nerviosos como el golpe eléctrico, hace sacudir el vapor cada vez que una de aquellas olas vienen a quebrarse en su flancos.
Blanca, como las flores del aire, una ancha faja de espuma marca sobre las aguas agitadas el camino que acaba de cruzar el vapor. A la luz amarillenta de los relámpagos, vese a lo lejos, en el oscuro horizonte, un punto blanco que flota al acaso. ¿Qué es? ¿El ala de un pájaro extrviado o la espuma de una ola que se deshace?
Al ruido formidable de las olas, se une el ronco bramido de los truenos. Parece por instantes que se oye a lo lejos un cañonazo. Es un buque que pide auxilio, se dice uno extremeciéndose. No: es un trueno que revienta. Es la voz de la tempestad que domina omnipotente la voz del mar.
Pasan apenas algunas horas y todo cambia. El cielo se ha despejado; el viento se lleva sin enojo la negra columna de humo que arroja el caño del vapor; el var se mueve aún como en un sueño agitado por un fabricante. El cielo y el mar vuelven a su eterna monotonía: la poesía ha pasado con la tempestad.
De "Impresiones de viaje en Europa y América" de José Pedro Varela; Edición del Ministerio de Instrucción Pública, Biblioteca Cultural Uruguaya, Montevideo, 1945.
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