por Isidro Mas de Ayala
Ya nadie ignora que los objetos que nos rodean están dominados de espíritu y de intenciones a igual que los seres animados. Esta magia de los objetos es más manifiesta en algunos de ellos, por ejemplo, en los espejos, los cascabeles, los paraguas, los guantes usados, las ropas viejas y en el teléfono. Sí, en el teléfono.
El teléfono es un periscopio que asoma dentro de nuestra casa. Y por el cual salen de continuo, y se instalan junto a nosotros –así estemos en la habitación más cerrada del más alto apartamento- personas que vienen con un problema o en busca de algo que necesiten. Nunca llega la persona feliz, porque una persona es feliz porque no necesita nada. Lo más a menudo, sale por el tubo de ebonita el indiscreto, el pedigüeño, el inoportuno. Siempre tiene una dificultad, padece un disgusto o le falta algo. Rara vez para invitarnos a bodas.
Pequeño monstruo implacable, sólo dotado de un tímpano y una laringe terrible, el teléfono nos mira fríamente con sus diez ojos numerados, buscando el sitio donde nos herirá con la noticia incómoda, nos deprimirá con la pena o excitará nuestros nervios con la espera, el disgusto o el temor. Chimenea que llevamos hasta nuestro escritorio o nuestra cama, y por la cual saldrá el humo audible de otros escritorios y de otras camas. Icono laico donde se cuelga a menudo nuestra esperanza, se arrodilla nuestro ruego o vibra la protesta airada. Reservado confidente de nuestras mentiras, cómplice de nuestros disimulos, testigo discreto del miedo y la derrota. ¡Teléfonos!
Caños de la escopeta en manos de la persona desocupada que os ha elegido de blanco para su entretenimiento y a quien disparar proyectiles verbales al oído, le resulta más cómodo y económico que ir a la feria de diversiones a tirar pelotazos al negro que cae dentro de la pileta. Amenazante bulldog de fuerte cabeza y muy cortas patas y de tan terrible poder que debemos tener siempre atado a una pared. Cabeza dotada sólo de oído y garganta y que presume de virtuosa, pues como no tiene cuerpo no tienen instintos; y admoniza luego como una reseca vieja sufragista. ¡Teléfonos!
Cuando deseo estar solo un rato o me retiro a descansar, al pasar junto al teléfono miro sus diez ojos numerados pidiéndole piedad, y toda mi actitud debe ser de imploración. Como si de tal artefacto pudiera salir de pronto un león, una serpiente monstruosa, una araña descomunal, o algo peor todavía: un tonto.
Porque el teléfono es la punta de lanza del latero ocioso quien, cada vez que se le ocurre, entrará en vuestra casa a través de esa chimenea-periscopio y se sentará a vuestro lado cuando os disponíais a trabajar. Es el helicóptero de los cobradores, la barcaza de desembarco de los vendedores de heladeras y números para las rifas, a quienes habíais esquivado con éxito en la calle y en la oficina, pero que os darán la captura cuando os creíais a salvo en la intimidad.
Aspirador eléctrico que se enchufa en tu oído, irá a sacarte así te refugies en la más alta torre de marfil, te pierdas en el dédalo da las ciudades o te abroqueles en un castillo rodeado de fosos. Aunque te sumerjas en el agua o asciendas en el aire irá a sacarte. E irá a sacarte, así te escondas en la celda de un monasterio o, solitario, te encuentres como Robinson en una isla, pues ya todas las islas del planeta tienen teléfono. Y tu cabeza, tu corazón y tu cartera ya no podrán estar más a salvo en parte alguna.
Aspid de larga cola que asoma dentro de tu casa su chata cabeza de crótalo. Vehículo transmisor y no detetizable de las epidemias de calumnias de los microbios de la intriga y del verdadero virus de la verdadera rabia. El aparato de teléfono sería perfecto si quien escucha pudiera apretando un botón, hacer salir del otro lado, junto a la persona que habla, un guante de box o un zapato de fútbol. Todos pagaríamos –esta vez, sin protesta- tal suplemento.
Hace 40 años, poco después de la invención del gramófono, dábamos una moneda para poder ponernos unos auriculares que nos hacían oír el aria de “Tosca”, la Marcha de Garibaldi y el Danubio Azul. Ahora, en el teléfono automático, ponemos una moneda y escuchamos la voz conocida de un pariente que nos hace un encargo. ¡Es vertiginoso lo que progresamos!
La intimidad, la dulce y callada intimidad, tan fecunda para las ciencias, las artes y el placer de vivir, ha huido, con un vuelo de palomas asustadas, herida por los timbres telefónicos. Retraimiento solitario, apacible retiro, dulce néctar de la soledad nemerosa. ¡Oh Fabio!
El teléfono es el enemigo N° 1 del hombre hasta por las ventajas que procura. Te habrá pasado repetidas veces esto: Te levantas temprano, te afeitas, te vistes decorosamente y concurres a una oficina, una boletería o un ministerio a formular una demanda. Llegas, al fin, junto a la persona buscada y cuando vas a iniciar tu gestión suena el teléfono que es atendido de inmediato. Otra persona, sin moverse de su casa, quizá sin afeitarse ni vestirse ni bañarse –lo imaginamos siempre barbudo y en pantuflas- con el teléfono te gana de mano y tiene prioridad en su llamada y es atendido antes que tú que has concurrido, no sólo con la voz, sin con toda tu persona, traje incluso. Y así te sacan las mejores localidades, pierdes la oportunidad buscada y también algo irreparable: el tiempo.
A pesar de nuestra docilidad cada vez mayor para aceptar costumbres sociales que no aprobamos, no hemos podido todavía silenciar nuestra rebeldía frente a esa prioridad injusta lograda por el teléfono y estamos tentados de concurrir a tales gestiones provistos de un pequeño timbre que suene incómodo como un teléfono.
Periscopio, chimenea, aspirador, bulldog, ruido con prioridad: son aluna de las tantas ventajas del teléfono que, sin duda, han ido descubriendo progresivamente los diversos directores de UTE, lo que explica los sucesivos aumentos de las tarifas. Después de lo que dejamos escrito, no podemos estar en desacuerdo con tales aumentos. Pero nada costaría que los cobradores explicaran todo lo que dejamos dicho a los clientes cuando éstos, frente a las nuevas tarifas protestan, gimen o se retuercen.
De “Montevideo y su Cerro” de Isidro Más de Ayala: Galería Libertad, Montevideo, 1960.
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