martes, 23 de febrero de 2016

La leyenda del tero


Dicen que en lejanas épocas los teros eran señores muy ricos que desde hacía tiempo tenían instalado un negocio de ventas de ropas. Ganaban mucho con sus ventas y tenían como principales clientas a las vizcachas, señoras bien coquetas que estrenaban trajes todos los días. Los teros, que no sabían administrar lo que tenían, comenzaron a fiarles todo lo que les vendían. Ellas así seguían comprando y comprando y ellos, fiando y fiando.

Las deudas se hicieron tan abultadas, que los pobres teros sin poder cobrar esas enormes cuentas, se vieron obligados a cerrar el negocio, volviéndose "más pobres que una laucha", como dice el refrán. Sólo les quedaron los chalecos y las bombachas, que cuidaban muy especialmente caminando siempre derechitos para no ensuciarlas. Cada vez que recordaban en las vizcachas se agarraban la cabeza y gritaban como locos. Habían pensado organizarse en parejas y llegar hasta sus cuevas para sacarles las telas o cobrarles las cuentas, pero ese día no llegaba nunca.

Entre tanto, a las vizcachas se les habían terminado los vestidos, ¡hacía tanto que no compraban! La verdad es que andaban tan rotosas y desarregladas que sólo salían de sus casas a la noche. Los teros sabían que en ese momento podían encontrarlas y, cuando se aproximaban, bien enojados, gritaban fuerte: "¡Teruterú!, teré, Mi género... mi género, mi género!". Las vizcachas entonces huían a esconderse.

No querían ser vistas tan rotosas, tampoco el padre de ellas, que sentía mucha vergüenza y reprendía a su mujer y a sus hijas diciéndoles: "Vizcachas rotosas, no tienen vergüenza, no tienen vergüenza". Desde entonces las vizcachas quedaron condenadas a salir de noche y los teros se quedaron con los chalecos negros y las bombachas blancas y lloraron mucho, por eso le quedaron los ojos enrojecidos para siempre...

Relato de Marta Giménez Pastor

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