martes, 18 de diciembre de 2012

La serenidad de Rodó

José Enrique Rodó (1871-1917)

Una de las características de José Enrique Rodó es la serenidad. Improvisada o pulida, comentarista o consejera, alentadora o severa, descriptiva y exacta como una figura geométrica o graciosa y ondulante como un rizo de espuma sobre el mar; en el discurso político, en el ensayo histórico, en la parábola literaria, en el pensamiento filosófico, en el juicio bibliográfico, en el comentario internacional, ¡en la polémica misma!, en la página destinada a pasar y en el libro destinado a quedar, siempre, en todos los estilos y en todas las ocasiones, la prosa de Rodó es serena y eurítmica, como tallada en mármol.

Alguna vez he hecho la prueba de leer páginas suyas de diversa índole en voz alta, y siempre he tenido que dar a mi dicción el ritmo lento y augusto de la solemnidad. Su misma persona, por lo menos fuera de la intimidad, tenía igual carácter que su prosa, y era algo físico lo que nos obligaba a descubrirnos respetuosamente ante él en el encuentro cotidiano de la calle o el café. De esa serenidad de nuestro gran escritor, algún periodista ha querido hacer un defecto, el de la frialdad. Hablemos de ello. Discutir a los grandes hombres no es un sacrilegio, si se hace con sinceridad.

La serenidad es un atributo de superioridad intelectual. Para llegar a ella, es menester dominar todas las reacciones sonoras de la emotividad, poner sordina a las sensaciones, tamizar la luz, disminuir la risa hasta la sonrisa, tener el don de pianísimo y del matiz. El hombre primitivo es un matraz de emociones y las manifestaciones sin control, expresivamente casi con explosiones. Examinad el público de un teatro, y veréis que las incidencias de la pieza que se representa se reflejan solamente en los rostros de las galerías. Los espectadores, más cultos dominan sus músculos expresivos, aunque sientan apretada su garganta por la ola casi angustiosa de la emoción.

Para alguna escuela psicológica, la emoción misma pasa al campo de la patología, no precisamente como fenómeno anormal, sino como un eco exagerado de una mentalidad ineducada, como un "choque de inadaptación", para emplear el término de Alberto Deschamps. Este mismo autor, al estudiar la emotividad exagerada de los asténicos, dice textualmente: "Desde la infancia de la humanidad, se cree en la necesidad de exteriorizar el dolor o la alegría por manifestaciones viscerales o motrices perfectamente inútiles. Los estoicos conocían bien esta nulidad, pero la humanidad lo ignora, y el Conservatorio nacional de declamación da a sus discípulos una escuela en que pensamientos exactos ("justes") se expresan por gestos casi siempre ridículos y desprovistos de sentido psíquico".

He subrayado la frase que contiene la psicología de la serenidad. Como la musculatura lisa del rostro y el sistema de vaso-motor en lo físico, el lenguaje es en lo intelectual el reflejo de un estado psíquico. Quien no se sienta agitado por la perturbación de una reacción emotiva no puede, sin ser un cómico de mala escuela, exteriorizar emoción alguna. ¿Es ésto indiferencia o frialdad?... ¡Ah, no! Quien escribiera "Neutralidad imposible" al día siguiente de la invasión de Bélgica por Alemania o vivía en la Atenas de Pericles, vivía en el mundo nuestro y sentía el fervor de la humanidad.

Rodó tenía, como los grandes maestros de la serenidad -Epícuro, Marco Aurelio- el culto del hombre, y todas sus obras tienden a su superiorización; pero como tenía el pensamiento "justo" de los filósofos no podía tener emociones de primitivo. El no era orador ni político, dos cosas que obligan a los hombres a exagerar, porque pocas veces se dirigen a la razón y casi siempre al sentimiento; no era siquiera poeta (otro tipo intelectual de "primitivo"): él era pensador y artista, dos cosas que obligan a la sobriedad, a la simetría, a la línea, en fin. "Hay que ser ridículo y nuevo -dice Marco Aurelio en uno de sus pensamientos-, para encontrar asombroso cualquier acontecimiento de la vida!"

Rodó tuvo ese dominio majestuoso de la emotividad, lo cual no le impidió proclamar el desinterés, el entusiasmo, el amor, la voluntad, todos los númenes nobles de la actividad humana. Pero todo lo hizo serenamente, como maestro, "sin asombrarse". ¿Qué ésto dañó su éxito da cantidad?... Es probable, pero aunque el lenguaje de Rodó no sea de los que arrebatan a las multitudes, ni de los que conquistan aplausos, la gloria que lo acarició en vida y que lo hará perdurar, demuestra que fue comprendido. Es que la serenidad no es obstáculo para la persuasión, y yo no encuentro en ningún cálido imaginativo de América tanto fervor por la superiorización de la juventud americana como en el autor de "Ariel".

Pienso, pues, que clasificar de frialdad la serenidad olímpica de Rodó es cometer un impiedad, en el sentido epicureísta del término. Porque para Epícuro, no es impío "el que destierra a los dioses del vulgo, sino el que presta a los dioses las opiniones del vulgo".

Santín Carlos Rossi

Del "Homenaje a José Enrique Rodó": publicación de la revista "Ariel"; editor Maximino García, Montevideo, 1920. 

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