La sociedad moderna ha inventado la biblioteca popular, y desde entonces estamos todos llamados a participar en el apostolado sublime. El que da un libro para el uso del pueblo, hace el pequeño don de su valor pecuniario, enciende una antorcha perenne y abre una fuente de elevados sentimientos, para ilustrar y regenerar la existencia moral e intelectual de centenares de hombres.
El objeto principal de estos organismos es, pues, hacer asequibles para las clases modestas, y aún para las indigentes, toda la inmensa obra escrita de la humanidad. Gracias a las bibliotecas, los más raros y costosos libros, a la vez que los más valiosos, pueden ser leídos por quienes no podrían nunca comprarlos. Difunden el saber entre todos los miembros de la sociedad y brindan a los estudiosos las más selectas y variadas obras de consulta y erudición.
Pero existe también el abuso de las bibliotecas, y él consiste en que gran número de personas que pueden comprar libros, no lo hacen, prefiriendo, por mezquinas razones de economía, utilizar los ejemplares que pueden leer, a su gusto y sin erogaciones, en las bibliotecas populares. Estas van, pues, indirectamente minando el amor que inspira el libro como posesión privada, que el verdadero bibliófilo gusta conservar en su propia colección, allí, a mano, para hojearlo en cualquier momento, releyendo los pasajes que más le agradaron y marcó con un trazo de su lápiz, o bien para buscar el dato, la consulta que necesita en un momento dado.
No se puede comprender bien, no puede gustar, no se puede amar íntegra, cabalmente, un libro si no lo lee dos, tres y hasta cuatro veces, y en el estado de ánimo que requiere su tema y género. ¿No os ha ocurrido que sentís como un especie de pena al tener de devolver un libro a la biblioteca popular? Hay algo en vuestro interior que clama por la conservación de ese libro. Es que, íntimamente, presentís que lo perdéis al devolverlo. Y es como si os privaran de un buen amigo, pues los buenos libros son como los buenos amigos: quisiéramos tenerlos siempre con nosotros.
Ese noble egoísmo es el que nos llena de pesar cada vez que recordamos, al levantar la vista del volumen que estamos leyendo, que estamos constreñidos a devolverlo esa misma semana, o tal vez esa misma tarde, a su anaquel en la biblioteca pública.
Por eso os aconsejo que no abuséis de la biblioteca pública. Siempre que podáis comprar un libro, adquiridlo. ¡Ojalá llegue el día en que el grado de cultura de nuestro pueblo sea tal, que la juventud gaste más dinero en libros que en los cines o en las canchas de fútbol!
Este abuso de las bibliotecas públicas, en desmedro de las privadas, aflige también a pueblos de antigua cultura. Dice un escritor inglés: "El pan de harina es bueno; pero hay otro pan, dulce como la miel, si tan solo deseas gustarlo: es un buen libro; y debe ser muy pobre la familia que ni siquiera una vez en la vida pueda pagar la cuenta de su panadero. ¡Nos consideramos una nación rica y somos tan mezquinos y torpes que nos conformamos con manosear libros en las bibliotecas populares!"
El único mal de la biblioteca pública tiene raíces en nosotros mismos, y desaparecerá cuando seamos lo suficientemente sagaces para comprender que si podemos gastar dinero en un libro, y no lo hacemos, nos perjudicamos y perjudicamos a los demás al preferir tomarlo prestado en la biblioteca pública. Y digo que perjudicamos a los demás, porque es muy probable que haya otro lector que, no disponiendo de recursos para comprarlo, reclame con legítimo derecho ese ejemplar que nosotros, digámoslo claro, le hemos usurpado, olvidando que las bibliotecas públicas se han creado para quienes no tienen la dicha de poseerlas privadas.
De "Abriendo Horizontes" (libro de lectura para cuarto año) por H.M.E.; Editorial H.M.E., Montevideo, 1943.
1 comentario:
Yo también prefiero comprar los libros antes que alquilarlos en una biblioteca pública, o incluso pedirlos prestados a algún amigo o familiar (tampoco me gusta prestarlos, como buen rata paranoico que soy). Desde hace unos meses que estoy trabajando y mis ingresos me lo permiten, se suelen caer un par de libros (en edición de bolsillo, para no gastar de más).
Tanto es así que ahora me encuentro con un importante problema de espacio en las estanterías de mi habitación. Literalmente (ja ja), no cabe un libro más. Pero lo peor, es que tengo más libros sin leer de los que jamás había pensado. Y mi tiempo para poder solucionar este problema escasea, pues aparte de trabajar, estudio. ¿Qué voy a hacer con todas las novelas de Stephen King que tengo pendientes?. Todo un estante lo tengo dedicado a este autor. Y ahora que me a dado por la novela clásica, ¿Qué haré con todo el material que tengo de Charles Dickens, o el Drácula de Bram Stoker, o El padrino de Mario Puzo?.
Tengo 23 años, y a día de hoy no hay placer que pueda comparar al de comprar un libro (recalco la palabra “comprar” en detrimento de “leer”). Pero últimamente este placer se a convertido en algo similar a llenar un refugio de provisiones para una eventual catástrofe. Compro por comprar. Todo lo que quiero leer lo compro, pero no tengo tiempo para leerlo. Me Frustra.
Así que he decidido no comprar más. Durante un tiempo, hasta que reduzca el montante de libros pendientes. Y puede que entonces vuelva a la biblioteca. Porque también hay cierto placer en adoptar un libro para luego desprenderte de el, esperando que su próximo dueño temporal disfrute tanto como tú de su compañía. Aunque la razón principal de esta decisión es que tengo la sensación de que si meto un libro más, mi habitación colapsara.
Para concluir, hay cierto libro que de no ser por las bibliotecas, sería imposible para mí leer. Mientras escribo, de Stephen King. Es imposible de encontrar a la venta (sin que te claven cantidades indecentes del palo de 60 Euros... Y aún no he llegado a ese punto de locura), pero en las bibliotecas de mi ciudad hay ejemplares para dar y tomar. Tengo suerte de vivir aquí, mucha suerte.
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