De todas las preguntas sin respuesta de nuestro tiempo, tal vez la más importante sea ésta: “¿Qué es el fascismo?”.
Una de las organizaciones de estudios sociales que hay en los Estados Unidos recientemente formuló esta pregunta a cien personas distintas, y encontró respuestas que iban desde “democracia en estado puro” a “lo diabólico en estado puro”. En Inglaterra, si se pide a una persona corriente, con capacidad de pensar, que defina el fascismo, por lo común responde señalando a los regímenes alemán e italiano. Y ésta es una respuesta insatisfactoria, porque incluso los principales Estados fascistas difieren entre sí en gran medida, tanto por estructura como por ideología.
Por ejemplo, no es fácil que Alemania y Japón encajen en un mismo marco, y es aún más difícil en el caso de algunos de los pequeños Estados que se pueden definir como fascistas. Suele darse por sentado, en efecto, que el fascismo es inherentemente belicoso, que prospera en un ambiente de histeria bélica, que sólo puede resolver sus problemas económicos mediante preparativos de guerra o mediante conquistas en el extranjero. Pero éste no es el caso, claramente, ni de Portugal ni de las diversas dictaduras sudamericanas. Asimismo, se supone que el antisemitismo es uno de los rasgos distintivos del fascismo, pero algunos movimientos fascistas no son antisemitas. Algunas polémicas eruditas, cuyo eco se escucha en las revistas norteamericanas desde hace muchísimos años, no han servido para precisar si el fascismo es o no una forma de capitalismo. Sin embargo, cuando aplicamos el término “fascismo” a Alemania, a Japón, a la Italia de Mussolini, sabemos, a grandes rasgos, a qué nos referimos. Es en la política interior donde la palabra ha perdido el último vestigio de significado que pudiera tener. Si se examina la prensa, se descubre que no hay, prácticamente, ningún conjunto de ciudadanos –ningún partido político, desde luego, y tampoco ninguna organización, de la clase que sea– que no haya sido denunciado por fascista a lo largo de los últimos diez años.
Aquí no me refiero al uso verbal del término “fascista”. Me refiero tan sólo a lo que he visto publicado. He visto las palabras “de simpatías fascistas”, o “de tendencia fascista”, o “fascista” a las claras, aplicadas con toda seriedad a los siguientes grupos:
Conservadores: todos los conservadores están sujetos a la acusación de ser subjetivamente profascistas. El gobierno británico en India y en las colonias se tiene por algo idéntico al nazismo. Las organizaciones de lo que cabría llamar tipo patriótico o tradicional se tildan de criptofascistas o de “mentalidad fascistoide”. Ejemplos de ello: los Boy Scouts, la Policía Metropolitana, el MI5, la Legión Británica. Frase clave: “Los colegios privados son caldo de cultivo del fascismo”.
Socialistas: los defensores del capitalismo a la antigua usanza defienden que el socialismo y el fascismo son una y la misma cosa. Algunos periodistas católicos sostienen que los socialistas han sido los principales colaboracionistas en los países ocupados por los nazis. La misma acusación se vierte, desde otro ángulo, por parte del Partido Comunista, en especial, durante sus fases ultraizquierdistas. Entre 1930 y 1935, el Daily Worker habitualmente se refería al Partido Laborista llamándolo Fascistas Laboristas. De ello se hacen eco otros extremistas de izquierda, como los anarquistas. Algunos nacionalistas indios consideran que los sindicatos británicos son organizaciones fascistas.
Comunistas: una escuela de pensamiento considerable se niega a reconocer que haya ninguna diferencia entre los regímenes nazi y soviético, y sostiene que todos los fascistas y todos los comunistas apuntan aproximadamente a lo mismo, y que incluso son, en cierta medida, las mismas personas. En el Times (antes de la guerra), más de un cabecilla se ha referido a la URSS como “país fascista”. Asimismo, desde otro ángulo también se hacen eco de esto los anarquistas y los trotskistas.
Trotskistas: los comunistas achacan a los trotskistas, esto es, a la propia organización de Trotsky, el ser un grupo de criptofascistas pagados por los nazis. Es algo que la izquierda, casi en bloque, creyó a pie juntillas durante el período del Frente Popular. En sus fases ultraderechistas, los comunistas tienden a aplicar esa misma acusación a todas las facciones que se hallen a la izquierda de ellos mismos.
Católicos: fuera de sus propias filas, a la Iglesia Católica se la tiene universalmente por organización protofascista, tanto objetiva como subjetivamente.
Antibelicistas: los pacifistas y otros grupos contrarios a la guerra son a menudo acusados de ponerle al Eje las cosas mucho más fáciles, e, incluso, se les adjudican sentimientos profascistas.
Partidarios de la guerra: los que se resisten a la guerra suelen fundamentar sus alegatos en que las aspiraciones del imperialismo británico son aun peores que las del nazismo, y tienden a tachar de “fascista” a todo el que sueñe con una victoria militar. Además, toda la izquierda tiende a equiparar militarismo con fascismo. Los soldados de a pie con cierta conciencia política casi siempre se refieren a sus superiores tachándolos de “fascistoides” o “fascistas por naturaleza”. Las academias, los escupitajos, el betún, el saludo a los oficiales son conductas consideradas propensas al fascismo. Antes de la guerra, sumarse a los territoriales era tenido como muestra de tendencias fascistas. El reclutamiento obligatorio y el ejército profesional son denunciados como fenómenos parafascistas.
Nacionalistas: el nacionalismo se considera de manera universal como algo inherentemente fascista, aunque esto sólo se aplica a movimientos nacionales que el orador desapruebe. El nacionalismo árabe, polaco, finlandés; el Partido del Congreso de la India, la Liga Musulmana, el sionismo y el IRA han sido descritos como movimientos fascistas, aunque no siempre por parte de ellos mismos.
Tal como se emplea, bien se ve que la palabra “fascismo” carece casi por completo de significado. En la conversación, claro está, se emplea con mayores desatinos que en letra impresa. La he oído aplicada a los agricultores, a los tenderos, al Crédito Social, al castigo físico, a la caza del zorro, a los toros, al Comité de 1922, al Comité de 1941, a Kipling, a Gandhi, a Chiang Kai-chek, a la homosexualidad, a los programas radiofónicos de Priestley, a los albergues de juventud, a la astrología, a las mujeres, a los perros y no sé a cuántas cosas más.
En todo este lío considerable subyace una suerte de significado oculto. Para empezar, está bien claro que hay diferencias grandes, algunas muy fáciles de señalar, aunque no tanto de explicar, entre los regímenes llamados fascistas y los democráticos. En segundo lugar, si “fascista” significa “en sintonía con Hitler”, algunas de las acusaciones que he enumerado antes tienen, naturalmente, mucha más justificación que otras. En tercer lugar, incluso aquellos que emplean como arma arrojadiza la palabra “fascista” sin ningún reparo, le dan un cierto sentido emocional. Al decir “fascismo” se refieren, grosso modo, a algo cruel, carente de escrúpulos, arrogante, oscurantista, antiliberal y contrario a la clase obrera.
Pero es que el fascismo también es un sistema político y económico. Así las cosas, ¿cómo es que no disponemos de una definición clara y ampliamente aceptada? Por desgracia, no la tendremos, o al menos, no de momento. Aclarar el porqué sería demasiado largo; esencialmente, se debe a que es imposible definir el fascismo satisfactoriamente sin reconocer cosas que ni los propios fascistas, ni los conservadores, ni los socialistas de ninguna adscripción están dispuestos a reconocer. Todo lo que se puede hacer es emplear la palabra con una cierta circunspección y no, como se suele hacer, rebajarla a nivel del insulto o de la palabra malsonante.
Esta reflexión sobre los usos de la palabra “fascista” fue publicada por Orwell el 24 de marzo de 1944 en su columna semanal del diario Tribune. Una selección de esas columnas, junto con sus recuerdos de la Guerra Civil, diarios de guerra, ensayos sobre la lengua inglesa y la unidad europea, entre otros temas, acaba de ser publicada por Fondo de Cultura Económica bajo el título "Matar a un elefante y otros escritos".
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